Una hora antes del infarto, Roberto continuaba añorando el tiempo en que su corazón componía melodías con
solo pensar en ella. Siempre le sorprendió cómo ese fresón entre sus costillas podía
desprender tal cantidad de notas musicales. Algunas adoptaban la forma de Elena subiendo por el pentagrama, otras lo hacían con sutiles miradas; las más
osadas se convertían en suaves caricias. Sin embargo, aquel huerto en que florecía la música al compás de su existencia, se volvió árido y polvoriento.
El compositor fue marchitándose en el presidio de sus recuerdos. Y ahora, vencido por el ritmo de los latidos,
agonizan las sombras de los sueños caídos, la vida deja de ser llanto y cierra
los ojos. Se deja llevar por la luz cegadora de un sol fragmentado que le
inspira confianza. Clave sonríe y lo invita a la partitura donde Elena espera
desde hace más de veinte años.
© Oteaba Auer